Este es otro excelente artículo de mi hermano Toño Canchola. Espero les lleve a una profunda reflexión
QUÉ HACER EN CASO DE MUERTE
"Mejor es ir a una casa de luto
que ir a una casa de banquete,
porque aquello es el fin de todo hombre,
y al que vive lo hará reflexionar en su corazón.”
Eclesiastés 7:2
Me aflige la muerte de Armando Rodríguez. No le conocí y seguramente no leí sus contribuciones periodísticas ni conocí sus dones. Veo las fotografías de su familia triste y siento dolor. Le doy gracias a Dios que me duele. Veo a sus compañeros de trabajo que salen de su edificio a despedirlo con emoción y aplausos. ¿Qué piensan? ¿Qué sienten? ¿A dónde van cuando regresan?
Estos momentos son valiosos porque nos empujan a pensar o deberían hacerlo. Muchos se sienten exaltados, enardecidos y claman justicia; otros, dolidos, lloran la pérdida del amigo, del colega, del compañero cuyos méritos hasta ahora reconocen. Cuán fácil es morir. En un instante estamos en este mundo y al siguiente instante nos encontramos ante la presencia de Dios.
Todos habremos de morir algún día. Los festejos o lo cotidiano, placeres y sinsabores, son pasajeros pero el día final se acerca a cada momento. ¿Estamos preparados? ¿Cómo es nuestra vida? ¿Cuál es nuestra relación con Dios?
La muerte violenta de Armando Rodríguez, como la de tantas personas que han perdido la vida en Ciudad Juárez durante este año nos debe alertar a que, no obstante todo tipo de protecciones o seguridades terrenales, en cualquier instante, cualquier cosa, hasta una turbulencia nos puede derribar. Lo que debemos temer no es nuestra muerte o la de nuestros hijos que es inevitable sino la vida sin Dios. ¡¿Cómo?, dirán algunos indignados, si Dios es cosa de la iglesia, en cambio nuestros hijos…”! ¡Deje a Dios fuera de esto- se trata de defendernos”- dirán otros con fuego en los ojos!¡”No se trata de hincarnos”-dirán unos más- “sino de pelear.” Todo esto no es sino un discurso de impotencia o de ceguera. Es cierto que la autoridad no puede casi luchar contra estas fuerzas y pretendemos entonces suplantar a la autoridad con nuestras manos en lugar de pedir por ellas. ¿Qué nos asegura que seremos capaces? Entre los funcionarios y nosotros no existe ninguna diferencia. Estamos hechos del mismo barro defectuoso.
Lo que nos debe indignar es la cursilería de los pronunciamientos bravucones o melifluos. Pasarán unos cuantos días y olvidaremos a Armando como olvidamos a miles que han muerto este año, olvidaremos a sus familiares que sufren. ¿Quién o quiénes se comprometerán con la familia de Armando a que en su hogar no falte pan ni escuela a sus hijas? En cambio estaremos preocupados por nuestras vidas y nuestros bienes, dispuestos a defenderlos cueste lo que cueste. Y si la suerte es adversa quizá musitaremos un “diosito” en los últimos instantes. Eso no nos asegura que nuestra alma será salvada.
Nuestro Dios no es una estampa inservible ni una fórmula sacramental sino una fuerza poderosa. Seguro nos ve y le irrita nuestra altivez. Sabe que recurrimos a Él solo en circunstancias desesperadas, como esta, pero no nos damos cuenta que lo es. Por eso gritamos. ¿De qué le sirve a nuestro espíritu la condena internacional de un homicidio? ¿Quién condena la muerte de muchos otros cuya labor era distinta? ¿Requiere un diario que mueran sus empleados para elevar la voz por ellos?
La situación es desesperada ciertamente. El peligro es grande. Nuestra vida está en riesgo. Es tiempo de buscar a Dios.
QUÉ HACER EN CASO DE MUERTE
"Mejor es ir a una casa de luto
que ir a una casa de banquete,
porque aquello es el fin de todo hombre,
y al que vive lo hará reflexionar en su corazón.”
Eclesiastés 7:2
Me aflige la muerte de Armando Rodríguez. No le conocí y seguramente no leí sus contribuciones periodísticas ni conocí sus dones. Veo las fotografías de su familia triste y siento dolor. Le doy gracias a Dios que me duele. Veo a sus compañeros de trabajo que salen de su edificio a despedirlo con emoción y aplausos. ¿Qué piensan? ¿Qué sienten? ¿A dónde van cuando regresan?
Estos momentos son valiosos porque nos empujan a pensar o deberían hacerlo. Muchos se sienten exaltados, enardecidos y claman justicia; otros, dolidos, lloran la pérdida del amigo, del colega, del compañero cuyos méritos hasta ahora reconocen. Cuán fácil es morir. En un instante estamos en este mundo y al siguiente instante nos encontramos ante la presencia de Dios.
Todos habremos de morir algún día. Los festejos o lo cotidiano, placeres y sinsabores, son pasajeros pero el día final se acerca a cada momento. ¿Estamos preparados? ¿Cómo es nuestra vida? ¿Cuál es nuestra relación con Dios?
La muerte violenta de Armando Rodríguez, como la de tantas personas que han perdido la vida en Ciudad Juárez durante este año nos debe alertar a que, no obstante todo tipo de protecciones o seguridades terrenales, en cualquier instante, cualquier cosa, hasta una turbulencia nos puede derribar. Lo que debemos temer no es nuestra muerte o la de nuestros hijos que es inevitable sino la vida sin Dios. ¡¿Cómo?, dirán algunos indignados, si Dios es cosa de la iglesia, en cambio nuestros hijos…”! ¡Deje a Dios fuera de esto- se trata de defendernos”- dirán otros con fuego en los ojos!¡”No se trata de hincarnos”-dirán unos más- “sino de pelear.” Todo esto no es sino un discurso de impotencia o de ceguera. Es cierto que la autoridad no puede casi luchar contra estas fuerzas y pretendemos entonces suplantar a la autoridad con nuestras manos en lugar de pedir por ellas. ¿Qué nos asegura que seremos capaces? Entre los funcionarios y nosotros no existe ninguna diferencia. Estamos hechos del mismo barro defectuoso.
Lo que nos debe indignar es la cursilería de los pronunciamientos bravucones o melifluos. Pasarán unos cuantos días y olvidaremos a Armando como olvidamos a miles que han muerto este año, olvidaremos a sus familiares que sufren. ¿Quién o quiénes se comprometerán con la familia de Armando a que en su hogar no falte pan ni escuela a sus hijas? En cambio estaremos preocupados por nuestras vidas y nuestros bienes, dispuestos a defenderlos cueste lo que cueste. Y si la suerte es adversa quizá musitaremos un “diosito” en los últimos instantes. Eso no nos asegura que nuestra alma será salvada.
Nuestro Dios no es una estampa inservible ni una fórmula sacramental sino una fuerza poderosa. Seguro nos ve y le irrita nuestra altivez. Sabe que recurrimos a Él solo en circunstancias desesperadas, como esta, pero no nos damos cuenta que lo es. Por eso gritamos. ¿De qué le sirve a nuestro espíritu la condena internacional de un homicidio? ¿Quién condena la muerte de muchos otros cuya labor era distinta? ¿Requiere un diario que mueran sus empleados para elevar la voz por ellos?
La situación es desesperada ciertamente. El peligro es grande. Nuestra vida está en riesgo. Es tiempo de buscar a Dios.